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Cuando era pequeña pasaba unos días, todos los veranos, en casa de mi madrina Maribel en Elche. Frente a un jacuzzi con espejo en el techo, que a esa edad yo no le veía gran utilidad, había una puerta. Podría haber sido la de un armario cualquiera, pero al abrirla descubrías una biblioteca a dos alturas por la que descendías a través de una escalera de caracol, o eso recuerdo; un lugar rebosante de libros e historias que era el santuario de mi tío José. Era mi lugar preferido en el mundo. Allí me llevaban todas las fantasías y podía ser las muchas cosas que quería ser de mayor. Una era escritora, aunque en esa época pensaba que mi futuro más próximo era el de cantante. Dotes de pitonisa no tengo. Me transporté a aquel lugar el día en que vi la película «La ladrona de libros» reflejada en la protagonista.

Recuerdo todas las bibliotecas que he pisado desde EGB: la de Sa Nostra frente al cole de la Consolación, de la que me echaron por hablar en infinidad de ocasiones (ya se sabe cuando una está en grupo) o ya en BUP en la de el internado. Allí acabábamos reunidas, cuando el colegio se vaciaba de alumnas cada tarde a las 5, el pequeño grupo de internas que permanecíamos dentro de aquellos muros de lunes a viernes.

Las he utilizado como lugar al que ir a concentrarme para estudiar, como cuando se nos caían los muros del piso de Palma e íbamos a la de la Riera, o anteriormente aquellas noches enteras que pasábamos en la del Colegio Mayor Roncalli de Madrid, aunque no sé si allí estudiaba mucho, si lo pienso bien. He vivido hasta desmayos, como el de Chichester en Inglaterra. En ese centro de la sabiduría descubrí que la población de la isla de Ibiza en los 70, cuando nací, era de 42.000 habitantes (ahora casi cuadruplicamos la cifra). Igual por eso perdí el conocimiento.

En una, en Madrid, empecé mi primer curso de escritura. En otra, también en Madrid, la Biblioteca Nacional, comenzó la investigación de mi primera novela.

Son tan importantes para mí, como he deseado que lo fueran para mis sobrinas. Les hice orgullosa el carné de Can Ventosa en cuanto pude. Y son ávidas lectoras. Con ellas he viajado en pos de bibliotecas cinematográficas que parecen más decorados que otra cosa.

E incluso las he convertido en protagonistas de un episodio de mi novela; ese en el que mi alter ego, Sara, se saca el carné de investigadora de la Biblioteca Nacional. Sí, he de decir que eso sí es algo autobiográfico, el resto, más bien poco. Aunque parece que nadie me crea, «twelve points» por la verosimilitud con la que escribo.

Decidí donar ejemplares a sitios icónicos para la novela y para mí, como lo son la Biblioteca de Mujeres del Instituto de la mujer (O instituto de las mujeres, ha cambiado de nombre), la biblioteca del Museo del Prado, la del el Museo del traje o la del Instituto Cervantes de Burdeos porque deseaba difundir la figura de Rosario Weiss donde fuera y qué mejor lugar .

Por todo ello, cuando visito una biblioteca y veo mis libros en las estanterías (ahora mismo tengo cinco en los que he participado de alguna manera), me siento emocionada y plena por este camino que he decidido seguir. Y si encima reviso el catálogo y veo que hay un ser que ha tomado un ejemplar prestado y justo está leyendo mis palabras en este momento, se está divirtiendo, enfadando, aprendiendo (cualquier cosa puede pasar cuando uno lee), la sensación es increíble.

Explico lo de los cinco libros porque alguno pensará que se me ha ido la cabeza. Los libros de «Las calles de Sa Peña» y «Las calles de La Marina» de Luis Cervera, que coordiné en su momento.. Uno en el que he participado junto a 30 escritoras más, «Amb lletra de dona», que he de decir que no aparecemos en las fichas de las bibliotecas, pero estamos. Y dos escritos, estos sí, únicamente por mí: «Relatos para encontrar el tiempo perdido» de 2013 y «La sombra de Goya» de este año.

Con mil historias que pujan por salir de las teclas del ordenador que tengo entre las manos, me veo los próximos meses irremediablemente mudándome a una biblioteca. Allí me encontrarás.

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